Las dificultades para los adultos de jugar con niños: entre mundos que no se entienden (del todo)

PARTE 1:

A menudo, en reuniones sociales con madres y padres de hijos de edades similares a los míos, surge un tema recurrente: lo difícil que les resulta jugar con sus hijos. No me refiero solo a “jugar con los niños” como un pasatiempo ocasional, sino a una conversación profunda, que he explorado durante años gracias a mi extraña y variada formación profesional en torno a los juegos. Entre conversaciones de sobremesa, temas en reuniones de apoderados y preguntas curiosas, fui destilando conceptos y observaciones que, sin darme cuenta, se convirtieron en el germen de esta serie.

Surgió así la necesidad de responder a las preguntas que me han hecho tantas veces en esos encuentros, pero también de abrir un espacio para las preguntas que aún no han surgido. Te invito a leer estas páginas para proponer nuevas preguntas, poner a prueba las ideas expuestas y hacer tus propios aportes.

Las preguntas que pretendo responder primero consisten en definir ¿qué son los juegos?, ¿y si jugarlos es una experiencia similar para niños o adultos? Nos adentraremos en las dificultades y desencuentros que surgen cuando adultos y niños intentan jugar juntos, y cómo traducir esos lenguajes lúdicos tan distintos.

Veremos  el desarrollo del juego a lo largo de la vida, en etapas que van desde el juego sensoriomotor de los primeros meses hasta las formas adultas más reflexivas y narrativas. Las reglas, la moral y la cooperación como hitos del crecimiento lúdico, y el papel del juego en la formación de valores y habilidades sociales. El juego intergeneracional como desafío y oportunidad, especialmente en familias y comunidades.

Esta conversación sigue el hilo de experiencias reales, lecturas variadas y mis observaciones y conversaciones sobre muchas instancias de juegos. 

1. Las dificultades para los adultos de jugar con niños: entre mundos que no se entienden (del todo)

Para comenzar a hablar del juego entre adultos y niños, es útil volver a las definiciones clásicas que lo elevan más allá de lo trivial o anecdótico. Autores como Roger Caillois y Johan Huizinga pensaron el juego como una actividad profundamente humana, en un espacio cuasi-sagrado llamado ocio, separado del mundo del trabajo y regido por sus propias reglas y definiciones que conviene revisar.

En Homo Ludens, Huizinga sostiene que el juego es anterior a la cultura misma: es un acto libre, voluntario, que ocurre en un espacio-tiempo incluso similar al espacio sagrado, con sus propios límites y códigos. Es, en su esencia, un acto serio, aunque no en el sentido productivo o utilitario, sino que produce sentido, comunidad, identidad. 

1.1. El juego como fundamento de la cultura

Su afirmación es provocadora, pues propone el juego, no como un subproducto de la cultura, sino como uno de sus cimientos. No se “inventa” dentro de un marco cultural ya establecido; más bien, el impulso lúdico es tan primario que puede encontrarse incluso en animales, definitivamente en niños pequeños y evidentemente en pueblos humanos antes de cualquier forma de organización social compleja.

Esto implicaría que el juego no es una consecuencia de la civilización —como el arte o la tecnología—, sino una condición previa para que la cultura pueda desarrollarse:

  • Por ejemplo, sabemos que en el plano biológico, el juego prepara y desarrolla habilidades cognitivas, sociales y físicas.

  • En el plano simbólico, crea un espacio donde las reglas, los roles y las ficciones se experimentan antes de que existan instituciones formales.

  • En el plano psicológico es un espacio de ensayo y apresto para probar el “como si” de habilidades más complejas,  socialización, roles e identidad.

  • En la educación se entiende como un espacio difícil de alcanzar, pero en el caso de estar orientado formativamente, no tiene igual en cuanto a sus posibilidades pedagógicas.    

Para entender la transición entre la vida cotidiana y el juego se habla de un “círculo mágico” dentro del cual se desarrolla “el juego”.

1.2. El círculo mágico del juego

Huizinga introduce la noción de que el juego ocurre en un espacio y tiempo propios, separados de la vida ordinaria. Eric Zimmerman y Katie Salen hacen referencia del término en su libro Rules of Play: Game Design Fundamentals como "el lugar donde el juego ocurre". Sus características son: 

  • Límites temporales y espaciales: pueden ser tan claros como un partido dura 90 minutos y se da una cancha delimitada, o que la partida termina cuando se acaban las cartas y jugamos sobre la mesa, o menos claros como estar jugando una tarde en el patio de la casa. Como sea, es un espacio de transición que “sale” de la vidia cotidiana y “entra” al juego. 

  • Suspensión del mundo real: dentro de este círculo, las jerarquías, las leyes y las normas externas pueden alterarse o ignorarse, sustituidas por las del propio juego.

  • Reglas internas: lo que vale es lo que se acuerda para ese juego, no lo que manda la vida cotidiana. Dentro del círculo rigen otras reglas. Es muy importante entender que el círculo mágico NO son las reglas del juego. Transgredir el círculo es un acto que rompe el juego para los demás, echando a perder el juego, como un “aguafiestas”. Quién rompa las reglas, está haciendo trampas, y eso en algunos juegos es parte del juego y puede estar regulado sin romper el círculo, por ejemplo los “fault”, “amonestaciones”, “puntos en contra” etc.   

Este “círculo mágico” tiene un parentesco profundo con el espacio sagrado-ritual: un templo, una ceremonia o un festival funcionan con la misma lógica de separación, reglas propias y suspensión de la vida ordinaria.

Acá es cuando entendemos las primeras diferencias entre adultos y niños, pues transicionar hacia adentro del “círculo mágico” desde afuera (la vida cotidiana) es mucho más difícil para un adulto. Suspender el mundo real (y olvidar el horario, el cobro del banco, la llamada pendiente, etc.) simplemente es una carga en término mentales. Los niños en buenas condiciones (sin miedo, amados, con sus necesidades básicas cubiertas) tienden a ir al “círculo mágico” donde encuentran fácilmente sus mejores pasatiempos. 

Mis hijos menores (4 y 6 años) todavía vienen mientras trabajo en el PC a invitarme a jugar un rato. Esto requiere un movimiento físico, arriesgar a olvidar todas las cosas que tengo pendientes en la cabeza, resistir la tentación de revisar la mensajería urgente en el teléfono móvil y finalmente llegar donde están y quedarme en blanco ante la pregunta “¿y a que vamos jugamos ahora? Si no entrenamos la consciencia de que estamos moviéndonos de mundos (del cotidiano al ocioso), simplemente no podremos suspender la frecuencia del juego al que nos invitan. 

Luego permanecer dentro del espacio del juego es un nuevo desafío que se relaciona íntimamente con nuestro autoconcepto. 

1.3. Construcción del jugador: Un “Yo que juega”

Para empezar a entendernos dentro del espacio de juego, definamos primero que el juego es un acto serio (aunque no utilitario, pero ya llegaremos a eso). Cuando Huizinga dice que el juego es serio, no se refiere a que sea grave o solemne, sino a que se vive con entrega y compromiso. Dentro del espacio lúdico, las reglas se cumplen con rigor, las emociones se sienten intensamente y las acciones importan en ese contexto.

Un niño que llora porque perdió un juego no está fingiendo: su emoción es real, aunque el contexto sea “solo” un juego. Un jugador profesional de ajedrez sigue las reglas con la misma seriedad con que un sacerdote en un templo. Estas son experiencias que hemos compartido, donde un partido, un torneo o una jugada a la mesa parecen ser tan importantes que nada se les compara. Esta sensación es llamada “inmersión” y puede ser alta o baja dependiendo que tan “adentro del círculo” estamos. Podemos sentir cuando nuestro Yo cambia. Cuando estaba adentro del Círculo no era la misma persona de siempre. Sentí cosas que solo tienen sentido dentro del círculo y ya no era quien suelo ser cuando no estoy jugando. Esta no tiene por qué ser una experiencia disonante, sino que puede ser liberadora, sorpresiva, interesante, memorable, etc. El hecho es que cuando juego con suficiente inmersión logro un cambio en mí, que desde afuera del círculo no tiene sentido o quizás no se pueda percibir.     

Para entender mejor esto, nos sirve la metáfora de la catedral, atribuida a Charles Péguy, que describe cómo la perspectiva cambia el significado de lo que hacemos. Imagina a dos obreros realizando exactamente la misma acción con cincel, martillo y roca: pero uno dice que está picando piedra y el otro dice que está construyendo una catedral. La tarea física es la misma, pero la forma en que la interpretan varía radicalmente: desde una labor mecánica, hasta un proyecto con sentido trascendente. La metáfora nos recuerda que entender el propósito mayor de nuestras acciones transforma la motivación y la experiencia de trabajo. De la misma manera, lanzar dados es diferente a avanzar el meeple, patear una pelota es diferente a tratar de hacer un gol y jugar es diferente desde afuera que desde adentro. 

Dentro del círculo el juego es sagrado, porque demanda obedecer su sentido, sus reglas y sus formas. YO tengo que estar al servicio de estas demandas del juego. Si quiero jugar con mis hijos, debo gatear, arrastrarme por el suelo, fingir que soy un monstruo o lo que sea que me exija el juego. Un futbolista no puede llevar la pelota en la mano y ante el Black Jack tengo que indicar si pido otra carta o me quedo. Si bien se entiende que algunos juegos más estructurados o adultos permiten identificarse como un “jugador” de forma muy agradable hay otros juegos, como muchas veces son los de los niños que nos resultan cansadores. Los niños son maestros en cambiar las reglas, adecuarse a cambios antojadizos y usar el espacio sagrado del círculo a su favor. Y justamente en eso hay que hacer dos distinciones.    

Primero, el Yo del niño, está en pleno desarrollo, mientras menores son, menos sentido de vergüenza, más confianza en los demás e inocencia motiva su forma de jugar. Están tan acostumbrados a estar en el círculo porque no han permanecido mucho tiempo fuera de este tampoco. Si no pasan miedos, son víctimas de negligencia o están exigidos por medios hostiles a “madurar” su yo dentro del círculo será tan válido como el de fuera de este. Esto no solo les permite moverse sin salirse del círculo, sino que incluso se les hace difícil salir de este, queriendo refugiarse en este cuando hay que comer, alistarse para salir o ya sea hora de dormir y no quieren. No es solamente un tema de la alta energía que tienen, sino que están adecuados para simplemente “estar”. Esto colinda con filosofías orientales de no aferrarse al ego u occidentales como consciencia en el momento presente que refuerzan esta sensación que estamos buscando entender.

En la medida que los pequeños van creciendo, se desarrolla su cerebro, pierden plasticidad neuronal, son más exigidos en el sistema familiar, educacional y social y van migrando paulatinamente hacia el Yo adulto. Los adolescentes y jóvenes están constituyendo los últimos elementos de lo que sería su personalidad adulta o su neurosis y desde entonces su yo, es un refugio que no solamente les permite “estar”, sino “operar” el mundo. De esta manera hay comportamiento intencional y planificado, adecuación social y predictibilidad de su entorno y una conducta adaptativa a su entorno. Esto en buena medida se debió a que los niños pudieron procesar gran parte del mundo real en “el juego” donde se estructuraron simulaciones, estaban cuidados y las consecuencias no se aplicaban como en la vida adulta. Sin embargo, todo el tema del juego como motor del desarrollo lo dejaremos para más adelante, pues ahora nos interesa la perspectiva del adulto que busca jugar con estos niños que están desarrollándose.

Llegamos a la segunda distinción del Yo adulto, que ya debería encontrarse consolidado y hasta cierto punto rigidizado, frente a lo que le es familiar o no. Para cualquier adulto, lo familiar, predecible y acostumbrado le resulta mentalmente más fácil de procesar. Lo novedoso, incluso si es placentero, nos exige más recursos mentales, nos cansa y activa nuestra necesidad de observar, de ser autoconscientes y de evaluar como estamos adaptándonos. Mientras menos experiencia de juegos mantiene un adulto en su vida, más atrofiado estará para poder “jugar” en general. Mantener espacios de juegos en la vida adulta, sin duda, permite a las personas interactuar con más soltura dentro del círculo mágico independientemente del juego que se esté jugando. 

Un buen ejemplo de esta sensación de soltura o dificultad la vivenciamos cuando nos exponemos a un juego nuevo que no conocemos. Gran parte de nuestra atención estará puesta sobre el juego mismo, sentirnos principiantes, no querer detener el juego de otros y difícilmente nos permitirá las interacciones más relajadas que tenemos cuando ya dominamos un juego. 

Con estas dos distinciones podemos ahora tratar de teorizar sobre lo que pasa en la interacción entre niños y adultos cuando se encuentran en el círculo mágico del juego. 

1.4. La interacción entre adultos y niños en el Círculo

Cuando jugamos con niños y entramos al círculo, nos encontramos desde puntos del viaje de la vida, completamente opuestos. Para entender bien estas diferencias voy a tratar de describir la sensación y las ideas que yo asocio cuando a diferentes edades jugaba yo de niños con adultos y de adulto con mis propios hijos. 

Mientras más pequeños, son los niños, más fácilmente juegan juegos de simplemente “estar”. Juegos iniciales como el “está/no está” (pickaboo), las escondidas, ser monstruos o tirarnos almohadas son simples y a los adultos nos resultan fáciles de jugar con niños. Pero esto solamente será así si no pone en entredicho nuestro Yo de jugador. Está claro que con mis bebés voy a jugar así y no pasaré vergüenza, pero si en la actividad de team-building de la empresa propongo jugar a las escondidas en la oficina voy a ser la causal de más de una ceja levantada. Esto mismos es lo que empieza a tensionar el yo en la interacción de adultos con niños. 

Cuando los juegos ya son más complejos, los adultos primero nos volvemos “mentores” de los pequeños y jugamos al gato (tic-tac-toe), enseñamos canciones con movimientos, o a clasificar animales, a armar legos o a actuar como el abuelo. Esta fase es muy bonita, porque todavía el yo adulto, puede sentir la admiración y el entusiasmo por lo novedoso del yo infantil. El yo adulto encuentra un rol protegido de entrega en el que todavía estamos cómodos, pero no conozco adultos que me dirían que son excelentes jugadores de Lego o clasificadores de animales. 

Llega un momento cerca de los 5 años, donde los niños ya están más exigidos (como proceso natural de su desarrollo) y el juego por primera vez se empieza a estructurar más. Ya aparecen los turnos, la competencia, reaccionar a las jugadas de otros, etc. Esto simplemente es la maduración cognitiva en acción y en ninguna caso un problema de nuestra sociedad o cultura. Al contrario, los niños buscan activamente adaptarse a normas cada vez más complejas y preguntan, aprender y prueban. El juego ya contempla componentes como tableros, cartas, dados, etc. Por un lado, disfrutan los juegos, pero, por otro lado, hay mecánicas que les cuestan, se frustran y las experiencias con los juegos ya son más serias. Como adultos es una etapa muy difícil para involucrarse en el juego, porque tenemos que disponer de juegos nuevos para enseñar, tener la sensibilidad de lo que desafíe, pero no traume a mis hijos y por otro me exige una mirada mucho más mental, donde simplemente “estar” con ellos se vuelve desafiante. 

A lo largo de estos primeros años, veremos cada vez más independencia en la forma de jugar de nuestros hijos, con la afirmación de sus preferencias, la identificación de sus capacidades y menos responsabilidad de nosotros como adultos frente a ellos. Por esta razón iremos encontrando acomodos, juegos más fáciles para compartir y si ya están tienen más de 14 años, cada vez menos impedimentos técnicos, como mecánicas complejas, exigencia de su capacidad de prever consecuencias, de planificación, etc. 

Al final de su desarrollo, el encuentro de jugadores ya será cada vez más parecido al encuentro entre adultos y las dificultades consistente en escoger el juego que atraiga a todos por igual y las interacciones y conductas pro-juego que son en gran medida tema de un texto a futuro. Sin duda, voy a ser el primer en decir que jugar con adolescentes tiene sus desafíos (que viví con mis sobrinos ya adultos), pero no son desafíos propios del juego.    

1.5. Dos modos distintos de habitar el juego

Como hicimos una distinción tajante entre adultos y niños, queremos acordar ahora que muchas veces la diferencia no es del todo clara. Decir que los adultos siempre jugamos de forma organizada y los niños siempre de forma sensorial-fluida es discutible y sabemos que hay momentos de gran variación. También hay rasgos de personalidad que pueden incidir en estas distinciones por lo que queremos señalar que hicimos esta distinción para aprender algo y no pensar que la realidad se va a ajustar a lo que pensamos de ella. 

Si repasamos, lo elaborado, los adultos solemos jugar desde lo que podríamos llamar un "modo estructurado". A menudo buscamos objetivos claros, marcos definidos, reglas consistentes. Nos gusta saber quién gana, cómo se empieza y cuándo termina. Jugamos desde lo simbólico, lo abstracto, incluso lo competitivo. Por eso, muchos adultos se sienten cómodos con juegos de mesa, deportes, desafíos con puntuaciones, escape rooms, o incluso videojuegos con lógica interna establecida.

En cambio, los niños, sobre todo en las primeras etapas del desarrollo, viven el juego como una extensión directa de su exploración del mundo. No siempre hay reglas fijas, los roles cambian sin previo aviso, los finales son abiertos, las cosas son y no son al mismo tiempo. Un palo puede ser una varita mágica y al instante siguiente una espada, una serpiente o una nave espacial.

Cuando un adulto se enfrenta a ese tipo de juego, no pocas veces siente incomodidad, desconcierto o incluso agotamiento para permanecer jugando.

Recordar que estamos saliendo de un mundo cotidiano y entramos al “círculo mágico” cada vez que jugamos con los pequeños, nos puede hacer tomar consciencia que estar pendientes del teléfono o no acompañarlos a su lugar de juego, rompe nuestra inmersión y no nos permite jugar como el juego mismo demanda. No podemos jugar a medias. Si lo hacemos simplemente no jugamos y entender que el juego tendrá un tiempo y un espacio acotado puede contener la carga mental que significa estar jugando.  

Es cierto que entre las miles de otras barreras más visibles como la falta de tiempo, el cansancio físico y mental, las responsabilidades domésticas o laborales y hasta el acceso a espacios o materiales para jugar, encontramos algo más profundo: dos lógicas distintas de habitar el mundo lúdico.

Este desencuentro no es señal de incapacidad ni de desinterés. Si no que, revela como nos sentimos, quienes somos cuando jugamos y si cuánto hemos desplazado el juego en la vida adulta hacia los márgenes. En la adultez adaptativa y organizada, reservamos el juego a momentos "libres" y no esenciales para la experiencia cotidiana. En cambio, para los niños, el juego es su forma de estar en el mundo.

El problema, entonces, no es simplemente que no sepamos jugar con ellos. Es que no siempre entendemos cómo están jugando en un sentido profundo y vivencial. Y hay una fase larga, entre los 5 y los 14 años aproximadamente, que esperamos jugar con nuestras reglas, pero ellos están usando otras. Y, muchas veces, no se trata solo de encontrar el tiempo o las energías, sino de desestructurarnos lo suficiente como para entrar al juego en sus términos.

¿Qué te ha parecido hasta acá?

Si te ha interesado esta serie hasta acá, vamos a invitarte a comentar cuáles son las ideas que se te ocurren a partir de lo que acabamos de compartir. Si quieres hablar de tu experiencia jugando con niños, o plantear nuevos temas, nos viene muy bien para elaborar sobre esta serie de textos. Por lo demás, ya puedes seguir leyendo a tu ritmo y explorar muchos de los otros temas que planteamos en torno a estas preguntas troncales.   


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